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Etiopía

En busca del Arca de la Alianza

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Etiopía

Muchos piensan que Axum fue la ciudad de donde procedía la legendaria reina de Saba, la bella mujer que visitó a Salomón y le engendró un hijo. Según la leyenda, esta ciudad situada al norte de Etiopía alberga desde el siglo X antes de Cristo la mítica Arca de la Alianza, la reliquia que guió a los judíos en su éxodo por el desierto.

Texto Tito Vivas Fotos Proyecto Histórica

L a luz del sol se filtraba entre las ramas de los árboles, luchando por abrirse camino a través del polvo que levantaban los muchachos que correteaban alrededor de la iglesia. No hacía calor, pero cuando no existía sombra que lo cobijara a uno se notaba que el sol de Etiopía era uno de esos africanos que pica especialmente. Me pidieron que esperara paciente junto a una reja, una puerta metálica pintada con los colores de la bandera del país, descoloridos por el sol picajoso. Al otro lado de la verja se alzaba una pequeña construcción, un chamizo erigido con carambuco de hormigón prefabricado, una lona blanca por tejado y chillonas rejas azul celeste en las ventanas. Ni la épica ni el glamour asomaban por ningún lado. Si me hubieran dicho que era un cobertizo para guardar carretillas, me lo habría creído. Y, sin embargo, era el santuario donde se guarda y se custodia la reliquia más importante de la religión judía, uno de los artefactos más anhelados por la historia de la arqueología: el Arca de la Alianza.
Se escuchó el chirrido de una puerta y de detrás de una cortinilla apareció un hombre enjuto, delgado, arrugado y mortecino; la piel, plegada por doquier cada pocos milímetros, aparentaba haber sido curtida en alguna marroquinería; y su cuero cabelludo apenas llegaba ya a producir una dura pelusilla que asomaba por debajo de un bonete negro. Vestía una hábito blanco, inmaculado, y se cubría hombros y brazos con una netela (trozo de tela para abrigo) de color rosa chicle, casi flúor. A pesar de que sus ojos eran grises, opacos y ya velados por una edad indescifrable, en seguida reconocí a Gebra Mikail después de haber visto su foto en un libro de Graham Hancock. Era el Guardián del Arca, la única persona autorizada a tener contacto directo con la reliquia. Obviamente, él no pudo reconocerme a mí. Supuse que pensaría que se trataba de otro turista más que venía siguiendo los pasos del citado autor que hizo famosa, allá a principios de los noventa, la teoría de que el Arca que buscó Indiana Jones se encontraba tan a gusto en Etiopía desde hacía siglos. Pero me equivoqué. Al parecer me habían presentado como lo que soy, un historiador, arqueólogo, experto en historia de las religiones y viajero ávido de curiosidad, y todo ello debió despertar la misma en aquel hombre. Casi con reverencia, me saludó en su incomprensible lengua tigriña, susurrada entre dientes y me preguntó (según mi traductor al inglés) qué me inquietaba conocer sobre él. En ese momento se me agolparon cientos de preguntas en la cabeza y maldije mi estupidez por no estar preparado de antemano para una situación así. Podría haber preguntado sobre mil detalles acerca el Arca, pero en el temor a que aquel venerable sacerdote se molestara por mi impertinencia, no acerté más que a decirle: “¿Sería tan amable usted de bendecirme?”. Algo muy común cuando uno se cruza o saluda a un sacerdote ortodoxo etíope. Y aquel gestó fue el que me brindó su plena confianza.
Me contó que el Tabot, que es como se conoce en Etiopía a la reliquia, reside en una especie de sótano bajo la mencionada construcción; me dijo que desde que tenía uso de razón había soñado con ser el Guardián del Arca; me contó que se encontraba enfermo y que el Arca lo agotaba (ahí reconozco que dejé volar un poco mi mente en la interpretación); me dijo que ya había elegido a quien debería ser el heredero de su cargo y su responsabilidad, señalando a un joven vestido de amarillo; y me contó que su función era la de protector. Él debía de proteger. “¿Proteger el Arca de la gente?”, pregunté. “No, no. Proteger a la gente del Arca”, fue su respuesta.

El Arca de la Alianza
En ese momento, me vino a la mente la imagen que, en realidad, me había traído hasta aquí. Me vi a mí mismo, de niño, un domingo en casa de mis padres sentado en el sillón viendo en la tele a Harrison Ford atado a un poste mientras los malos de la peli abrían el Arca de la Alianza y se desbordaban los poderes que contenía, acabando con todos aquellos que habían sucumbido al morbo y a la curiosidad. La misma suerte que habían corrido Uzá, los hijos de Aaron y, en definitiva, todos aquellos que, según el Antiguo Testamento, habían osado acercarse demasiado al Arca. Las mentes de Hollywood nunca han superado los textos de las religiones antiguas. Pero, ¿realmente existía ese objeto?
Pues la historia, a través de sus textos sagrados reflejados en varias culturas y credos, nos dice que sí, que probablemente existió. Una buena tarde, un artesano hebreo, seguramente perteneciente a la tribu de Judá, llamado Bezalel, recibió la visita de su liberador Moisés, que había descendido no hacía mucho tiempo del Monte Sinaí con dos tablillas grabadas con el corpus jurídico a respetar. Moisés le pidió que construyera un cajón. Pero no un cajón cualquiera, sino un arca que siguiera las indicaciones del mismísimo Yavéh. El cofre, construido con madera de acacia, debería medir 2,5 codos de largo, 1,5 de ancho y 1,5 de alto (111 cm. × 67 cm. × 67 cm.). Luego habría de revestirlo de oro tanto por dentro como por fuera. La tapa de la caja, que se conoce con el nombre de Propiciatorio, debía hacerse, sin embargo, de oro macizo, no de madera revestida, y debía rematarse con dos querubines de oro, animales mitológicos de la antigüedad antes de que la angelología cristiana los convirtiera en bebés alados de rechonchos mofletes. Existiría uno a cada extremo de la cubierta, con sus rostros vueltos el uno hacia el otro, las cabezas inclinadas y las alas extendidas hacia arriba protectoramente. ¿Era esta misma caja el Tabot del que acababa de hablarme este sacerdote anciano perdido en una pequeña aldea del norte de Etiopía? Para dar respuesta a la pregunta, mi viaje había comenzado unas semanas atrás aunque un próximo viaje que HISTÓRICA realizará a Etiopía puede darte la oportunidad de que tu mismo seas el protagonista.

El Lago Tana
Cerca de las cuatro de la madrugada, el comandante de la nave anunció que íbamos a tomar tierra en Addis Abeba, capital de Etiopía. Cerré el libro que venía leyendo, “Símbolo y señal” de Graham Hancock (mencionada fuente de este viaje y aventura) y me asomé a la ventanilla del avión. Recuerdo que fue una de las sensaciones más extrañas que he vivido: por unos segundos pensé que el avión se había invertido y que yo, ingrávidamente, observaba el cielo donde debería estar suelo y viceversa. Porque el cielo estaba cubierto y su espesa negrura no dejaba ver ninguna estrella, pero en cambio el suelo africano, más negro aun si cabe, estaba sembrado de miles de lucecitas blancas que tintineaban y crecían a medida que nos acercábamos. Addis Abeba, pensé, puede que sea una flor nueva de día (eso significa su nombre) pero de noche, desde el aire, es un estrellado cielo invertido.
Después de acostumbrarme al país, a la altura de la capital, a los candidatos a campeón olímpico de maratón que salen a correr en plena madrugada, a sus cargados y deliciosos cafés y sus comidas picantes sobre injera, emprendí el viaje hacia el Lago Tana, supuestamente la primera residencia del Arca en suelo etíope.
La Biblia narra que en tiempos de Salomón, Jerusalén fue visitada por la misteriosa reina de Saba. Y más allá de la Biblia, cuenta la leyenda recogida en el Kebra Negast, el libro sagrado de los reyes de Etiopía, que de la unión de Salomón y la reina Saba nació Menelik I, primer rey de Etiopía. Años más tarde, Menelik fue enviado a casa de su padre en Jerusalén para recibir educación hebrea. A pesar de los esfuerzos de Salomón para que se quedara, Menelik regresó a Etiopía junto a un pequeño séquito, entre los cuales se encontraba el primer hijo del sumo sacerdote del templo de su padre, donde se custodiaba el Arca. A su regreso, Menelik se llevó consigo el Arca a Etiopía. Ya en su reino, la reliquia quedó confinada en un templo construido en una isla del lago Tana, en el nacimiento del Nilo Azul, donde permaneció durante ochocientos años. Y a dónde me dirigí yo en primer lugar.
El lago Tana es un lugar bastante turístico. Salpicadas de tankwas, barcas construidas con haces de papiro idénticas a las que se ven en los relieves de las tumbas faraónicas, la mayoría de las islas y penínsulas que existen en su costa meridional, junto a la gran ciudad de Bahar Dar, albergan coquetas iglesias profusamente decoradas que atraen a las barquitas repletas de turistas. Pero mi objetivo estaba algo más lejano. A más de dos horas de navegación mar adentro (porque el lago es un verdadero mar interior de más de 2.000 km²) se encuentra la isla de Tana Kirkos, que me vi obligado a bordear un par de veces con la barca que había alquilado con el fin de localizar un paso franqueable hasta su orilla. Desde lo alto de un promontorio, un joven sacerdote ortodoxo nos miraba o, mejor dicho, me miraba, a la vez que pensaba, con total seguridad, qué sería lo que se le había perdido por allí a este blanco. Aun así, nos recibió con total cordialidad, y nos encaminó hacia la parte más sagrada de la isla que, a su vez, es un monasterio exclusivamente masculino. A través de un angosto camino llegamos hasta la iglesia que, curiosamente, no tiene forma circular, lo que es habitual en Etiopía, sino forma basilical. O como él mismo me dijo, forma de Tabernáculo, al igual que el Templo de Salomón. Junto a la iglesia, a la que me prohibieron entrar, se levanta un pequeño museo (yo lo llamaría casi almacén) que guarda verdaderas joyas como algunas cruces de Frumencio, un griego sirio-fenicio del siglo IV que llegaría a ser el primer obispo de Axum al convertir al cristianismo este reino de Etiopía. También libros medievales, ropas y coronas de los primeros reyes y otros enseres cargados de historia. Pero, un poco más allá, se guardaba lo que yo había venido a ver: tres piedras de granito que, según Graham Hancock, son la evidencia arqueológica de que en la isla de Tana Kirkos hubo culto judío en algún momento del pasado. Algo que coincidiría con la leyenda del Arca y marcaría un punto de unión con la creencia de los monjes de que la isla fue, una vez, el lugar de descanso del Arca de la Alianza.
El sacerdote me repitió casi las mismas palabras que en su día había publicado Hancock: “sí, así es, aquí existen unas piedras que se usaban para los sacrificios de carneros cuando éramos judíos, antes de que Abba Salama (como ellos llaman a Frumencio) nos hiciera a todos cristianos”. La única diferencia que pude apreciar al ver las piedras con respecto a la descripción del escocés fue un chamizo metálico que los sacerdotes habían levantado alrededor de las rocas para protegerlas. Pero cuando el sacerdote retiró el candado y abrió la portezuela pude ver con mis propios ojos aquel altar hebreo que, según todo parecía indicar, había contenido en algún momento la sangre ceremonial de los ritos celebrados ante el Tabernáculo y el Arca de la Alianza. La reliquia había residido en la isla, aunque luego se hubiera teñido de leyenda con la historia de Menelik. Probablemente, el Arca llegó procedente de la comunidad judía existente en la isla Elefantina, en Egipto. Allí, los hebreos construyeron su propio templo a Yahveh, situando junto a la capilla erigida antiguamente para culto al dios egipcio Jnum, curiosamente una deidad con forma de carnero. Cabe pensar, por tanto, que a pesar de tratarse de un Egipto ocupado por los persas, los locales no verían muy bien que, junto al templo de su dios carnero, se estuvieran sacrificando estos animales por parte de los hebreos. Parece lógico que ese fuera el detonante de la huida del Arca hacia Etiopía. Concretamente al sagrado lago Tana, y a la isla de Tana Kirkos, donde se mantuvo entre los años 400 a. C., fecha que coincidiría con la salida de los judíos de Elefantina, y el 400 d. C., cuando el rey Ezana se llevó el Arca a Axum.

Axum
Al rey Ezana me lo imagino como una suerte de Tutmosis III o de Ramsés II etíope, salvando las distancias, claro está. Durante su gobierno del antiguo reino aksumita, entre el 330 y el 356 d. C., guerreó victoriosamente contra los enemigos de sus fronteras, como Kushitas y los nubios de Meroe, y dejó reflejadas sus victorias en, al menos, una estela grabada en ge'ez (el antiguo lenguaje etíope), sabeo (árabe del sur) y griego. Una suerte de monumento trilingüe, de manera parecida a la piedra de Rosetta.
Fue también durante su reinado cuando Frumencio llegó como viajero y misionero a Etiopía, y fue capturado, esclavizado y convertido, por su cultura, en tutor del joven rey. La amistad resultante entre tutor y pupilo derivó en la conversión del monarca al cristianismo y en la construcción, en la capital, de la iglesia de Santa María de Sión, lugar al que trasladarían el Arca desde la isla de Tana Kirkos.
En Axum existen varias iglesias en el recinto de Santa María de Sión. Destacan las ruinas de la construida por Ezana, que permaneció hasta finales del siglo XVI. El misionero portugués Francisco Álvarez dejó escrito que “en esta ciudad de Axum, encontramos una iglesia notable, es muy grande, tiene cinco naves de una buena anchura y una gran longitud, todas las bóvedas están cubiertas hasta el techo y los lados están pintados.” La segunda construcción es obra del rey Fasilides, que erigió una nueva construcción en 1635. Hoy, la más destacable es la que construyó el último emperador etíope Haile Selassie en 1964, a cuya inauguración asistió la reina Isabel II. A diferencia de la original, en la nueva basílica está permitida la entrada a las mujeres. Un año más tarde, en 1965, Selassie ordenó erigir una capilla junto a las ruinas de la iglesia de Ezana para proteger los tesoros, especialmente la venerada Arca de la Alianza. Y desde entonces la reliquia ha estado resguardada entre los citados carambucos con los que se iniciaba este artículo.
“El Arca ha salido de Axum solamente en una ocasión desde que llegó”, me comentó Gebra Mikail. Se corresponde con la invasión de la región en el siglo X por las tropas judías de Gudit. Entonces el Arca se trasladó, durante 40 años, a una isla del lago Zway, al sur de Addis. Otra teoría afirma que durante el siglo XII, cuando el rey Lalibela regresó de Jerusalén acompañado de “caballeros blancos” y recuperó el trono usurpado por su hermano, comenzó a construir una ciudad excavada en la roca como reflejo de la ciudad de Jerusalén para trasladar allí su capital y también el Arca, que se habría depositado en la famosa iglesia de Bete Georgis, en la capital que recibiría el mismo nombre que el rey que la construyó. Pero esto es más complejo de demostrar. “¿Y desde entonces nunca ha salido la caja del interior de esa capilla?”, pregunté yo. Y la respuesta fue que el Tabot no es una caja, sino las piedras con los mandamientos dictados por Dios, las Tablas de la Ley. Curiosa apreciación el dato de que la reliquia que se guarda en Etiopía, verdaderamente, no sea el continente, sino el contenido. Y añadió que el Tabot solamente abandona el santuario en ocasiones ceremoniales muy especiales, como el Timkat (la Epifanía) o la Mehela. Esto último lo dijo con sonrisa pícara y ladeada.

La Mehela
El despertador sonó a las tres y media de la mañana. Todo estaba oscuro en mi espartana habitación, salvo por algunos resplandores naranjas que se colaban por una ventana que apenas conseguía aislarme de la humedad y el viento. El silencio de la noche se había roto y había dejado paso a unos monótonos y rítmicos cantos en amárico que llegaban desde todas partes de la ciudad de Axum, a través de los altavoces de las iglesias o desde las propias gargantas de los cientos de personas que comenzaban a agolparse en torno al recinto de Santa María de Sion. Comenzaba la Mehela, una celebración litúrgica durante la cual el Arca sale, como me había asegurado Gebra, de su secreto receptáculo sagrado para deambular por las calles de la ciudad en una procesión nocturna que congrega a cientos o incluso miles de fieles. Todos van ataviados con una tela blanca y portan una pequeña llama que nace de las rústicas velas etíopes (cordeles embadurnados de cera anaranjada). La misma tela con la que me cubría yo al salir de mi alojamiento, enfilando la rampa que me llevaba hasta la plaza donde se levantan las imponentes estelas de granito de Axum y la iglesia de Santa María de Sión.
Alrededor de las cuatro y media de la mañana, se alzaron unos cuantos paraguas blancos en la puerta del santuario y la gente comenzó a ponerse de pie, indicativo de que la reliquia iba a comenzar su andadura. Un monje anciano de larga barba blanca aguardaba con una especie de cojín sobre su cabeza. Y en pocos segundos, unos muchachos, también sacerdotes, sacaron de detrás de los cortinajes que cierran el santuario una pequeña caja forrada de fieltro granate y tachonada con clavos dorados formando dibujos. Colocaron la caja, el Arca, el Tabot, sobre la cabeza del anciano, y lo cubrieron parcialmente con una tela también de fieltro pero de color azul oscuro, que mostraba el bordado dorado de un ave. Nada de querubines alados ni argollas doradas para pasar varales de madera de acacia. Definitivamente el continente no era el descrito en la Biblia, lo que reforzaba la cuestión del contenido. Y al amparo de las sombrillas comenzaron su procesión.
Yo me situé lo más cerca posible de la reliquia y participé como uno más en los ritos. Los sacerdotes cantaban, rezaban y la gente, con devoción, entonaba sus plegarias de forma colectiva durante las varias horas que duró la ceremonia y la peregrinación por las calles de Axum, hasta que, al alba, regresamos al punto de partida y la ceremonia se dio por concluida con la salida del sol. En silencio, mientras me retiraba nuevamente a mi hotel para tomar un desayuno, me percaté de que, en ningún momento, había visto a Gebra Mikail durante la celebración de la Mehela. El Guardián del Arca, el único que tiene acceso a la reliquia, el encargado de proteger el Arca no de la gente, sino “a la gente del Arca” no había estado presente durante el peregrinaje de las piedras. Entonces comprendí esa sonrisa pícara y ladeada con la que me había respondido el día anterior.

Publicado el domingo, 01 de junio de 2014

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