Los 32 rumbos - revista on line de viajes
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aventura / Turquía
Monte Ararat
En busca del Arca de Noe
Desde sus 5137 metros de altura, el Monte Ararat es el pico más alto de Turquía, aunque pertenezca a la Armenia histórica, de hecho se encuentra muy cerca de la frontera con este país. Se trata de una cumbre legendaria pues, según la Biblia, fue allí donde varó el Arca de Noé después del diluvio universal. Viajamos con HISTÓRICA a la zona donde el Corán, la Biblia y la Torá sitúan el relato del diluvio.
Texto: Tito Vivas Fotos: Tito Vivas

Para ser sincero, he de reconocer que en un primer momento fui incapaz de percibir nada en el yacimiento de Durupinar. Aquella silueta con proa apuntada que había visto infinidad de veces en fotografías que poblaban internet, todas aparentemente tomadas desde la misma perspectiva, similar ángulo e igual posición, no se revelaba ante mí ahora con la misma claridad náutica que destilaban aquellas imágenes. Tal vez el paso del tiempo, la erosión, las lluvias o algún ocioso animal salvaje, habitante de estas latitudes, habían decidido acabar por disimular la que, durante largos años, había sido considerada por muchos (luego unos pocos, luego otra vez muchos, y así sucesivamente) como la huella fósil del casco de la legendaria Arca de Noé.

En cualquier caso, el edificio que me alojaba sí rezaba a su entrada el letrero “Noah’s Ark Visitors Centre”. Y la terraza que apuntaba a la formación geológica debía permitir una perfecta observación de los salientes y cortados que daban forma al barco. Pero yo, por más que entornaba los ojos, andaba perdido. Hasta que de repente se rompieron grandes claros en el cielo, que podría definirse como plomizo, y la luz del Sol se abrió camino entre las nubes para iluminar la llanura. Entonces sí, gracias a los juegos de luces y sombras, observé dos largos y ondulados cortes, como protuberancias lineales que brotaban de la tierra y se encontraban al final de ambas, formando un saliente apuntado.

A mi alrededor había poca gente, pero sonreían al observar, como yo, aquella formación rocosa. Un pequeño grupo de soldados señalaban la montaña nevada que se observaba a lo lejos, a la que se referían con un nombre que sonaba como “ari dai”, el nombre turco del Ararat (Ağri Daği), en cuya cima se había posado el Arca construida por Noé según el capítulo octavo del Génesis, entre otros textos del Antiguo Testamento; un poco más cerca, las lomas del Monte Judi (pronunciado, en este caso, “yudi dai”, Cudi Daği), donde, según la undécima sura del Corán, se asentó el Arca construida por el profeta Nuh. Entonces, ¿cómo había llegado el Arca hasta aquí, lejos de las cimas de esas montañas? Es más, ¿quién fue Noé y qué fue su Arca?

 

El Arca de Noé
Ahora que hago memoria sobre los viajes pasados, con la intención de comenzar a plasmar, negro sobre blanco, los recuerdos que atesoro sobre esta aventura en particular, me doy cuenta de que los motivos que me impulsaron a salir en pos de algo tan efímero e intangible como el Arca de Noé se disipan como humo en mi retentiva. Recuerdo el motivo por el que me marché a Etiopía, siguiendo los pasos de otros personajes en su búsqueda del Arca de la Alianza; y también recuerdo mis impulsos para marchar a Tierra Santa a encontrarme con la bis humana del personaje de Jesús; y, tal vez por esa deriva incrédula y falta de empirismo, arraigada en mi persona desde los días de infancia en las aulas de un colegio religioso, me vi arrastrado a salir nuevamente en pos de una nueva reliquia religiosa de la que me habían hablado, instruido y, prácticamente, culturizado, sin ninguna oposición por mi parte.

Pero si algo he aprendido de mis viajes, de mis charlas con un sin fin de personajes, de todas clases y raleas, en muchos países, sobre el sentido de la vida, de mis recorridos por culturas variopintas, de mis estudios y conocimientos sobre religiones y creencias, es que, si algo tienen todos ellos en común, es su afán por ocultar algún dato que permita arrojar luz sobre estas dudas. Crear misterio para así enaltecer la divinidad. Siempre hay un arca que nadie puede tocar, un nombre que nadie debe mencionar, un círculo en el que no se puede entrar o un árbol cuyo fruto no se puede comer. No mires atrás, que te convertirás en estatua de sal… no escudriñes a la Medusa o te convertirás en piedra. En definitiva, no preguntes qué es lo que se oculta. Porque la religión es secreta y el misterio ha de seguir siendo un misterio. Tal vez no por el temor a que la respuesta sea “no existe nada”, sino porque con una mínima evidencia, la fe deja de ser fe y el verbo creer pierde su esencia.

Por eso en los textos religiosos no se recoge duda alguna: la divinidad le reveló a Noé su intención de aniquilar la pecaminosa estirpe de Eva y Adán mediante un monumental diluvio, y Noé apuntó obediente y sin rechistar las instrucciones pertinentes para la construcción de la gran embarcación que los salvaría a él, a su esposa, a sus tres hijos y sus tres nueras del trágico destino del resto de la humanidad. Junto con los ejemplares de ambos sexos de cada animal del planeta para garantizar la repoblación del mismo.

Este es, a groso modo, el resumen de la leyenda que ha calado en la tradición judeocristiana. O, al menos, del principio de la misma. Luego, la historia continúa narrando como, tras cuarenta días y cuarenta noches durante los cuales los océanos del cielo se desbordaron, y tras otras tantas semanas de calma chicha en la mar más altísima que ha concebido este planeta, finalmente el Arca encalla en un saliente rocoso: el Ararat. O, más bien, en los montes de la región de Ararat, nombre bíblico de Urartu, un reino de influencia asiria formado en torno al año 900 a.C. tras la caída del imperio hitita, y que aparece mencionado en varias ocasiones en la Biblia (2 Reyes 19:37, Isaias 37:38 o Jeremías 51:27). Este análisis amplia el espacio geográfico, lo cual parecía sintonizar más con el lugar en el que me encontraba.

 

De Utnapishtim a Deucalión
Sin embargo, y en respuesta a la segunda pregunta, el personaje Noé/Nuh no es propiedad exclusiva de las tres grandes religiones monoteístas. La figura de un elegido que sobrevive a un gran diluvio o inundación enviada como castigo por los dioses se presenta en multitud de civilizaciones bajo los planteamientos más diversos. Por ejemplo, el poeta romano Ovidio en su obra “Metamorfosis” dota a su personaje Deucalión con la responsabilidad de la salvación. Cuando Zeus decidió enviar el gran diluvio, Deucalión, por consejo de su padre Prometeo, construyó una enorme arca y, disponiendo dentro de ella lo necesario, se embarcó en compañía de su esposa Pirra. Pasada la ventisca, consultó al oráculo para saber cómo debían proceder para repoblar la tierra. Ahora bien, esta obra, datada en el siglo I d.C., siempre se ha considerado una versión desarrollada del tema común, como tantos otros, basados en el texto clásico bíblico.

La gran sorpresa que abofetearía a quienes se convencían de que la llamada Arqueología Bíblica, disciplina que contaba con el beneplácito de la Iglesia, corroboraba la historicidad de la Biblia frente a la nueva corriente científica protagonizada por geólogos, biólogos y naturalistas (con Darwin a la cabeza), llegó  en el año 1872, cuando George Smith tradujo las tabletas de arcilla con escritura cuneiforme halladas casi veinte años atrás en las excavaciones de la ciudad estado de Nínive. Sus textos hablaban de una versión del diluvio, probablemente escrita hacia la primera mitad del II milenio a. C.: el poema de Gilgamesh.

En esta obra aparece un sabio personaje al que recurre el héroe mitológico Gilgamesh, para poder encontrar la inmortalidad. Los acadios lo llaman Atrahasis, los babilonios Utnapishtim, los sumerios Ziusudra y, bajo otros nombres, aparece en otras muchas religiones bajo formas algo diferentes a la versión bíblica. En todas ellas, el personaje sobrevive a una destrucción divina perpetrada a través de ingentes masas de agua, por consejo y elección de otra deidad benevolente. Y siempre lo hace construyendo un barco.

Por tanto, parece claro que el mito judeocristiano, y que se recoge también en el libro sagrado de los musulmanes, derivaría de estos mitos escritos (antes orales) de la antigua Mesopotamia. No hay que dejar pasar el hecho de que los textos que componen el Pentateuco, y particularmente el Génesis, culminan su redacción alrededor de 450 a. C. (según la llamada hipótesis documentaria de Julius Wellhausen). Esto quiere decir que sus contenidos, ya fuesen escritos más tarde por uno o varios autores, se forjaron en el contexto de la Cautividad de Babilonia, en que buena parte del pueblo judío fue forzado a desplazarse desde Judea hasta la capital del imperio de Nabucodonosor II.

 

Los “arcaólogos”
Pasé un largo rato asomado a aquella explanada que me mostraba la figura petrificada y fosilizada de un barco. Nada menos que, a la vez y en una sola, la del barco de Deucalión, de Nuh, de Noé, de Utnapishtim y la de todos los demás. O tal vez la de ninguno de ellos. Cuando me fui quedando solo, recordé la anécdota que leí en la obra de Frank Westerman sobre el arca. Él también estuvo aquí mismo, donde me encontraba yo, y contaba cómo tuvo que sobornar al anciano vigilante para poder cruzar la cadena que prohibía el paso y acercarse a la formación geológica. Yo tuve más suerte y, al quedarme sólo, no necesité de desembolso alguno.

El clima húmedo del final del invierno había reblandecido la tierra, en la que se hundían mis pies. También la dura arcilla que conformaba aquellas paredes fosilizadas. Por un momento pensé que se podrían buscar huellas de animales. De aquellos animales que habrían abandonado eufóricos la embarcación, en tropel, sabiéndose a salvo de la extinción y con un divino cometido basado, básicamente, en el acto sexual. Luego me sentí un poco estúpido. Obviamente, ni por asomo llegué en ningún momento a creer que allí había embarrancado un pecio divino. Era un mito, un relato, una fantasía. Imposible desde todos los aspectos de la lógica y la razón. Pero cuando se llega a este lugar, al yacimiento de Durupinar, y alguien te señala con el índice y te dice “allí”, uno siente el típico escalofrío que provoca la visita de los lugares con cierta magia. Como cuando en el Santo Sepulcro te dicen “allí”. O en Troya te dicen “allí”. O en Kushinagar te dicen “allí”.

Quiero yo pensar que ese mismo escalofrío es el que llevó a una gran cantidad de aventureros, eruditos, viajeros, montañeros e, incluso, astronautas, a buscar los restos de esta reliquia en los diferentes lugares del entorno del monte Ararat. Un mito que se ancla a la frágil realidad por el simple hecho de que existe una montaña con ese nombre concreto, con una ubicación y coordenadas precisas, y con el consiguiente secreto mistérico religioso en algún punto de sus cumbres eternamente nevadas.

La lista se inicia con un santo armenio, San Jacobo, sacerdote que, en un intento por demostrar la fiabilidad bíblica, se propuso ascender a la cima, contraviniendo las prohibiciones de la divinidad. Por eso, cuando despertaba por la mañana tras una noche de profundo descanso después de un largo día de ascenso, la divinidad lo castigaba devolviéndolo al pie de la montaña. El fraile no se rindió, y por muchos días anduvo una y otra vez el mismo trayecto, hasta que su obstinación obligó a un ángel a aparecerse, pedirle que desistiera y, en compensación por su fe, entregarle un fragmento de madera procedente del Arca como muestra incontestable, de la que varios cronistas de la época dan testimonio, como Flavio Josefo.

Y así discurría el tiempo, y la vida de la reliquia en el monasterio que llevaba el nombre del santo, a los pies de la montaña, que realmente es un volcán, hasta que una erupción sepultó y destruyó el edificio en 1840. No obstante, unos años antes, En 1829, el Dr. Frederich Parrot, un profesor alemán de filosofía natural, visitó el monasterio de San Jacobo y el monte, con fines académicos, después de haber cartografiado el Cáucaso en 1811, a la edad de 20 años, y antes de servir en el ejército del zar contra Napoléon. Los monjes del monasterio le mostraron la piedra que componía el altar donde Noé había sellado su pacto con la divinidad a través de un sacrificio y también la reliquia: un trozo de madera del tamaño de su mano, de color marrón rojizo, incrustado en un icono de plata que contenía, incluso, la huella dactilar inmortalizada en plata de San Jacobo, primero en tocar la madera del Arca desde que Noé la barnizara de brea.

Traspasado el umbral del romanticismo decimonónico y con la llegada de la fotografía aérea, la cartografía y los satélites, se sucedieron un sinfín de propuestas, aparecieron múltiples “anomalías” por la montaña y evidencias tangibles, como la detectada por Vladimir Rosskowizky en 1949 que perecería en el caos de la Revolución Rusa o la de Fernand Navarra en 1955 que trajo una nueva tabla, esta datada en 7.000 años de antigüedad. Pero también llegaron los conflictos internacionales del siglo XX, la OTAN, la Guerra Fría y los problemas fronterizos de la región. Los lugares que se habían convertido en emplazamientos de peregrinación para judíos, cristianos y musulmanes habían pasado indistintamente de un lado a otro de las nuevas fronteras, y habían sido testigos de ataques y matanzas irracionales, como lo son todas. Un ejemplo claro de este abandono del patrimonio es la ciudad de Ani, antigua capital del Reino de Armenia, antaño ubicada en una posición estratégica y hoy, en territorio turco, abandonada fantasmagóricamente a su suerte. Se la llamó "la ciudad de las 1.001 iglesias", por su gran cantidad de edificios religiosos. En su época de máximo esplendor, Ani contó con una población que rondaba los 200.000 habitantes, rivalizando en importancia con otras ciudades de relevancia como Bagdad, El Cairo o Constantinopla. Actualmente, está ruinosa y olvidada. Otro ejemplo: de lugares como la capilla de peregrinación del monte Judi, denominada Sabinat Nebi Nuh (la nave del profeta Noé) por los musulmanes turcos y curdos, apenas quedó más que el recuerdo cuando las celebraciones terminaron de forma fulminante por orden de las autoridades militares turcas. Los pogromos, las deportaciones y las marchas desembocaron en la demolición de todos los restos a comienzos de los 90. Simplemente, el siglo XX había decidido que estos lugares de peregrinación deberían emplazarse en lugares menos sensibles.

Esto es lo que explica que, en 1959, un capitán del ejército turco llamado İlhan Durupınar descubriera prodigiosamente una formación rocosa, a medio camino entre el Ararat y el Judi, que con imaginación y buena voluntad mostraba la figura de un gran navío, cuya longitud coincidía con la descrita en la Biblia. Detalles que, junto a otras consideraciones, hicieron de este emplazamiento el lugar para que las autoridades turcas establecieran los restos de la divina reliquia, la “huella fósil del arca”, y establecieran el foco turístico a mediados de los 90. El mensaje era claro para quienes osaban adentrarse donde nadie los había llamado: “el Arca está aquí. No sigáis buscando donde no se debe”.

En cuanto a Durupinar y su barco, la persona que más controversia ha levantado en la región ha sido el arqueólogo aficionado Ron Wyatt, antaño enfermero anestesista, que afirmaba la autenticidad del yacimiento. Lo acompañaban el ex astronauta James Irwin y David Fasold. Se basaban en hechos como la correspondencia de la longitud de la huella con el relato del Génesis, y explicaba el doble de su anchura por el vencimiento del casco de la embarcación hacia ambos lados con el paso del tiempo. Cerca del yacimiento, incluso, reconoció las anclas de piedra de la embarcación en unos monolitos localizados en Arzap. Unas conclusiones que, como suele ocurrir con este tipo de investigadores, siempre han estado en entredicho.

Sea como fuere, el paseo por la falda del monte Ararat, del Judi, del yacimiento de Durupinar y de Arzap, trasladan al viajero a una realidad onírica en la que el mito se funde con la historia hasta convertirse en una única entidad que subyuga los sentidos. Todo ello en el marco de una región tan bella como castigada, que rezuma esa belleza de la persona herida que, henchida de orgullo, se arregla doblemente para resurgir de las cenizas. Desde las ruinas de la iglesia armenia de Akhtamar, cargada de relieves que describen pasajes del Antiguo Testamento, o la leyenda de sus enamorados, hasta los salones del palacio otomano cuya construcción se inició en 1685 por parte de Colak Abdi Pachá, el bey de la provincia de Beyazit.

Por mi parte, a través de la pequeña ventana de mi coqueto hotel Ertur Butik en la ciudad de Doğubeyazıt, punto del que partieron todos estos viajeros antes que yo, puedo contemplar la inmóvil montaña. A la caída de la tarde, fría, tiñe su blanca cumbre de tonos naranjas sobre el fondo violeta del cielo. El extinto volcán, silencioso, guarda el magno secreto que se le encomendó quién sabe cuántos milenios atrás: albergar para siempre el lugar donde Dios selló su pacto con Noé y sus descendientes. Es decir, nosotros.


Reportaje publicado en nuestra edición número 56, de Junio 2015. http://www.los32rumbos.com
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